viernes, 15 de marzo de 2013

UN REGRESO Y UN BALDWIN

Como algunos ya sabéis y muchos otros no, pero tampoco os importa, retomo la actividad en este blog. Y quiero hacerlo por todo lo alto, hablando de una de las películas que probablemente más me ha impactado y seducido ―a su manera― en los últimos tiempos y quizá en toda mi vida. Estoy hablando de Tiburones en Venecia ( Shark in Venice, Danny Lerner, 2008)

Uno de los carteles promocionales de Tiburones en Venecia.
Vayamos por partes. ¿Es Tiburones en Venecia una buena película? Creo que el propio título ―traducido a nuestro idioma con una fidelidad a la que no acostumbran este tipo de producciones― ya nos da la respuesta. Obviamente no es una buena película. Es más, probablemente sea la peor película de su década. Pero por contra, y casi a modo de compensación para el sufrido espectador, es tan pasmosamente autoconsciente y honesta en su propuesta, que nos invita a obviar lo paupérrimo de su… de su conjunto en general. Y es que los disparates que comete en todos los aspectos ―se podrían escribir verdaderos mamotretos teorizando sobre qué apartado es el que perpetra los mayores dislates― son de tal magnitud, que uno no puede hacer otra cosa que quedarse pegado al sofá con la boca abierta, anhelando que llegue el siguiente despropósito. Y nunca tarda en llegar.
Pero pasemos a desgranar y analizar los factores que convierten a este título en una obra tan singular ―tranquilos, avisaré cuando haya alerta de spoiler―. Para empezar tenemos al director Danny Lerner, uno de los fundadores, junto a su hermano Avi, de Nu Image/Milleniun Films, productoras especializadas en filmes de acción; tanto de carnaza para videoclubs ―concepto anacrónico donde los haya, pero creo que sabéis a qué me refiero― y telefilms, cómo de superproducciones que arrasan en taquilla como Los mercenarios (The Expendables, Sylvester Stallone, 2000) y Los mercenarios 2 (The Expendables 2, Simon West, 2012); amén de una ingente cantidad de títulos “de segunda” para cine protagonizados por estrellas venidas a menos y galanes ajados variopintos ―Nicolas Cage encabeza esta lista con Furia Ciega (Drive Angry, Patrick Lussier, 2011), Bajo amenaza (Trespass, Joel Schumacher, 2011) y  Contrarreloj (Stolen, Simon West, 2012) y, la dejo la última por ser una rara avis en todo este contexto que llevo presentando, Teniente Corrupto (Bad Liutenant: Port of Call New Orleans, Werner Herzog, 2009)―. Y tras este repaso, volvamos a lo que importa: el susodicho Danny Lerner dirige Tiburones en Venecia y afronta esta tarea con el bagaje de haber rodado ya varias películas con estos escualos cómo trasfondo. Hablo de la rebautizada en España como Space sharks  (Raging Sharks, 2005  ―me retrotraigo a lo dicho sobre la traducción de los títulos, pues aunque todos lo deseáramos, estos tiburones no están realmente en el espacio, aunque al menos salen alienígenas―) y de su debutante Terror en el mar (Shark Zone, 2003), en la cual ya mostró algunos de los temas que se repetirían en Tiburones en Venecia. La pregunta que se nos plantea sobre la realización de Danny Lerner es: ¿hasta qué punto es consciente de lo que hace y de su resultado?. Pues teniendo en cuenta su experiencia, tanto en la dirección como en la producción de este tipo de subproductos, no es arriesgado suponer que conoce el tipo de material que maneja a la perfección y que le saca el máximo partido apostando por la única opción posible: el esperpento extremo. Si en tantos telefilmes de sobremesa, de esos que atiborran las tardes del fin de semana en televisión, se opta por guiones y situaciones serias, cuya sobriedad acaba cayendo en el ridículo pretendiendo ser lo que no son ―es decir, buenas películas―; en Tiburones en Venecia se opta por llevar esas ridiculeces tan al límite que acaban dándose la vuelta y convirtiéndose en auténticas maravillas trash.
Por otra parte tenemos al guionista, Les Weldon, especializado en escribir el tipo de películas cutres ya mencionadas, pobladas de Van Dammes, Lundgrens y Seagals; y co-productor de varias películas de Nu Image/Millenium Films, incluyendo la saga Los Mercenarios. Les Weldon ya había trabajado con Danny Lerner en Space Sharks, con lo que ambos tenían experiencia conjunta con este tipo de historias con asesinos subacuáticos. Weldon firma un guión tan absurdamente disparatado como interesante en su planteamiento. No falta nada en esta historia, quizá ninjas, y por poco. Tal vez en este aspecto sí resulta más difícil discernir hasta qué punto las animaladas que plagan la película están plasmadas en el libreto original, o son el intento del director por rizar el rizo de una historia que solo puede prestarse al más absoluto esperpento. En cualquier caso, no faltan los giros de guión y los retruécanos argumentales que mantienen en lo más alto el nivel de expectación en todo momento, siempre a base de desbarres y fantasmadas, eso sí.

Cartel promocional de la película rebautizada en España como Space Sharks
Y como colofón tenemos el singular elenco de esta obra maestra de la serie Z, encabezado por Stephen Baldwin. El alevín de la familia Baldwin, cuyo trabajo más importante en su carrera cinematográfica haya sido probablemente su papel en Sospechosos habituales (The Usual Suspects, Bryan Singer, 1995) se pone en la piel del protagonista: el doctor David Franks. Quizá sea este uno de los aspectos en los que el film decae ―respecto de su cutre despiporre―, pues Stephen se toma el papel demasiado en serio y tal vez se hubiera agradecido una interpretación más exagerada e incontenida ―¿os viene algún nombre a la mente?―, a juego con el tono de la película. Por suerte, las carencias interpretativas de Stephen dan al traste con su intento de actuación sobria, para regocijo del respetable.

Stephen Baldwin, en uno de sus alardes interpretativos.
En el papel de “la chica” está Vanessa Johansson, otra hermanísima, aunque esta vez mayor que la célebre Scarlett; y cuya película más destacable quizá sea  Day of the dead (Steve Miner, 2008), remake del  filme homónimo de George A. Romero, en la que hizo un papel secundario. Su precariedad actoral ofrece el contrapunto perfecto con Stephen, pues si bien el intento de éste último por parecer serio cae en el ridículo de la exageración, Vanessa ofrece un registro emocional ―especialmente su rostro― digno de una cariátide.
Y cómo malo malísimo, Giacomo Gonnella, cuyos trabajos más destacados sean papeles secundarios en Manual de amor (Manuale d’amore, Giovanni Veronesi, 2005) y en Caótica Ana (Julio Mdem, 2007); y que a diferencia de Stephen Baldwin, da mucho más juego, prestándose al histrionismo interpretativo ―de forma consciente― que demanda un subproducto de este calibre.

Giacomo Gonnella en primer plano y Vanessa Johansson desenfocada.
―Alerta spoiler, no se destripa mucho, pero se cuenta la trama a grandes rasgos. Para ver lo escrito, seleccionar el tramo acotado entre los asteriscos del principio y del final―*** Y ahora toca hablar del lío en sí: la trama. Parece que el título ya ofrece bastante información sobre lo que ésta nos va a ofrecer, tal como sucediera con Serpientes en el avión (Snakes on a Plane, David R. Ellis, 2006). Pero no  , Tiburones en Venecia no se queda en lo superficial: además de los escualos ―que en realidad ocupan un papel cuasi secundario―, hay un tesoro ―como en Terror en el mar― relacionado con las cruzadas, mafiosos muy malos e incluso coquetea con ciertos temas del cine de espías. Eso sí, mezcla todo estos elementos ―y más― con tanta desfachatez, que uno no puede más que admirarse ante el absurdo batiburrillo que le están contando, digno de las anécdotas de Abe Simpson.  La película viene a contar cómo David Franks (Stephen Baldwin) viaja a Venecia, dónde su padre ha muerto mientras buceaba por los canales, buscando en secreto el tesoro oculto por los Medici. Cuando David va a reconocer el cadáver de su padre a la morgue, echa un vistazo al resto de muertos y sospecha que han sido atacados por tiburones. Cuando va al lugar donde se alojaba su padre, descubre que lo han revuelto todo, sin embargo, no han descubierto la maleta donde el padre de David guardaba sus investigaciones, pues estaba ingeniosamente oculta  bajo el agua. David entonces decide concluir la labor de su padre y buscar el tesoro él mismo. Mientras tanto, en la ciudad se suceden diversos ataques de los tiburones, aunque las autoridades dudan de la veracidad de los testimonios que sitúan a los escualos como causa de las muertes. Por su lado, David es atacado por uno de las criaturas mientras bucea en busca del tesoro, y es gracias a que consigue escapar del tiburón que encuentra la gruta donde se esconden las riquezas. Y cuando David recupera el tesoro, en un inesperado giro de los acontecimientos descubrimos que es un mafioso megalómano, que ya había hostigado a David, quién ha plagado los canales con tiburones por razones que no detallaré, pero que ya avanzo, no tienen lógica ninguna.*** ―fin del spoiler―.
Y no quisiera acabar este análisis sin mencionar algunos de los detalles que salpimentan el filme y redondean la cutrez del conjunto. Para empezar, cualquier espectador medianamente ávido, podrá percatarse que ninguna de las escenas en las que aparecen personajes ha sido realmente rodada en Venecia. Apenas unos planos generales de la ciudad y poco más. El resto, decorados que cambian detalles de una escena a otra para que parezcan zonas distintas de la ciudad, interiores con cromas en las ventanas, y lindezas por el estilo. Mención especial merecen los planos generales a los que a un decorado que deja bastante que desear se le añade agua creada digitalmente. Otra cosa a destacar son los tiburones. Por un lado, encontramos tiburones modelados con ordenador, muy al estilo de las criaturas gigantes de las películas de Asylum. Y por otro, los fragmentos de grabaciones de tiburones reales, muy probablemente extraídos de documentales de naturaleza, y que contrastan fuertemente con el resto de la fotografía de la película, sensación que se acentúa cuando estas imágenes se usan como contraplano; aunque el uso de esta suerte de found footage o metraje encontrado no llega a las cotas que se alcanzaron en Supersonic Man (Juan Piquer Simón, 1979) en las que estos insertos ―¡del ataque de un tiburón, para más inri!― incluso cambiaban el formato a 4:3. Y entre bizarradas y disparates varios, mi preferido: los trasmisores o walkie-talkies o lo que sea que usan los personajes ¡mientras bucean!. Y no bucean con escafandras de última tecnología que tal vez pudiesen llevar incorporado un sistema de comunicación; si no que llevan botellas de las de toda la vida. Resulta fascinante y asombroso ―en vete a saber cuál de las acepciones de la palabra― ver y escuchar como Stephen Baldwin, respirando por la boquilla de la botella de aire en la boca y soltando burbujas, se comunica con el walkie de Vanessa Johansson que está fuera del agua. Y a todo esto, se le suma las taras habituales de este tipo de producciones, véanse acentuadísimos fallos de raccord;  repetición de planos recurso, incluso dentro de una misma escena; y diálogos sonrojantes ―hay que ver como este adjetivo ya va casi indisolublemente unido a “diálogos” cuando estos son cutres, pretenciosos o simples en extremo―; entre otras.

Stephen Baldwin atacado por un tiburón mientras bucea... ¡y gritando por el comunicador!
Puede darse el caso de que con todo lo dicho, penséis que lo que trato de exponer es que a Tiburones en Venecia no hay por donde cogerla. ¡Au contraire, amigos míos! Lo que pretendo es reivindicar el lugar que legítimamente le corresponde en los anales de la mejor tradición del infracine. Tiburones en Venecia es tan extremadamente mala, que resulta sublime, siempre que sea visionada desde la perspectiva adecuada. Y es que quizá el mayor lastre que deba superar esta película para acabar convirtiéndose en una obra de culto es que se trate de una producción para televisión; pues sin lugar a dudas es un filme que el tiempo lograría poner en perspectiva, y sumarse a la lista de las mejores películas malas de la historia. Amantes de la serie Z y del trash: Tiburones en Venecia es la película cutre por excelencia de la primera década del siglo XXI y una experiencia audiovisual catártica tras la que uno ya no puede volver a ver con los mismos ojos ni Venecia ni el cine.



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