domingo, 23 de junio de 2013

NO ES UN PÁJARO, NO ES UN AVIÓN... ES HENRY CAVILL SUPERMAZAS.

Ya tenía ganas de (poder) escribir algo por aquí, y que mejor ocasión que el estreno de la nueva película del primer superhéroe. Una seudocrítica libre de spoilers:

Lo cierto es que fui a verla no sin albergar cierto recelo ante el hecho de que fuese Snyder el encargado de la dirección y sabiendo que Nolan había metido la mano. Que sí, que las pelis de Nolan son buenas, pero son películas en las que sale Batman, no películas sobre Batman; una sutil diferencia de enfoque que levanta no poca crispación y desasosiego entre los aficionados al cómic, entre los que me incluyo; inclinación a la que yo denomino «vergüenza "nolaniana"» ―y sí, he usado comillas dentro de comillas―.

Pero aquí lo que importa es la película del hijo de Krypton. No se puede negar la evidencia y es cierto que el filme posee un tono demasiado solemne y se toma muy en serio a sí misma, cosa que no debería ocurrir en una historia que versa acerca de un tipo enfundado en un traje de lentejuelas de colores y capa. También resulta incuestionable que por momentos cae bajo el influjo de esa «vergüenza "nolaniana"». Sin embargo, salvando estos escollos, lo cierto es que la película se redime gracias a unos niveles épico-destructivos realmente espectaculares, y al final parece erigirse más como deudora de Los vengadores ―el nuevo canon de filme superheroico― que de cualquier entrega del Caballero oscuro. 

También me ha llamado gratamente la atención el hecho de que Zack Snyder haya abandonado sus dos grandes tics; esa cámara lenta envolvente ―para mí, la menos molesta de sus tendencias―, y esa manía de meter una voz en over para insuflar a las escenas una innecesaria gravedad.

En resumen, El hombre de acero es un filme bastante entretenido, que si bien adolece de una seriedad postiza, apuesta bien alto en su vertiente catastrófica, convirtiéndose en un agradable pasatiempo de acción epidérmica en lugar de en la profunda reflexión sobre el héroe redentor a la que parece que aspira.

(Por cierto, nótese que no he utilizado el término "Superman" en ningún momento. Por «Vergüenza "nolaniana"», quizá).


martes, 11 de junio de 2013

RAYUELA: NIVEL 1

Gracias a una audaz determinación tomada incluso antes de ojear este artículo sobre las treinta novelas que leer antes de los treinta; al fin he dado el gran paso de leer Rayuela, de Julio Cortázar. En concreto, me he lo he leído siguiendo el orden del primer libro y me apetece escupir al mundo mis reflexiones al respecto.

He de decir que Rayuela no es exactamente mi tipo de literatura favorito, con lo que hincarle el diente ha sido bastante difícil al principio. Pero conforme uno va masticando y tragando, la cosa se aligera y al final se deglute con cierto deleite. Hablo de mi experiencia personal, que puede ser extrapolable a otros, o no.

Al final, me he quedado con dos reflexiones que al menos a mí me resultan bastante llamativas. Una es que Cortázar se erige en Rayuela como, o de alguna forma así lo relaciona mi mente, el Emmerich de la literatura. ¿Qué quiero decir con semejante barbaridad? Pues que en el libro, tras ir madurándolo, he podido o creído entrever una gran broma. Es decir, Cortázar maquilla la futilidad de la historia ―bajo mi percepción, no lleva a ningún lugar― mediante un espectacular y rocambolesco uso del lenguaje. Una utilización de la palabra que trata de revestir de cierto calado la nimiedad, haciéndola parecer algo profundísimo y reflexivo. Lo mismo a lo que Emmerich se presta en su filmografía: maquillar la vacuidad de la trama a base de un lenguaje cinematográfico grandilocuente y excesivo.

Sin embargo, quiero recalcar la diferencia en esta comparación. En Emmerich ―a quién admiro, no vayan a creer― hay inocencia y honestidad, tiende al exceso por convicción. Mientras, Cortázar, bajo mi punto de vista, es un burlón gastando una broma de  hermosura maligna. Pervierte el lenguaje sin tapujos durante toda la novela y aún así, te cuela, sobre todo en los primeros capítulos, un tono de enjundia realmente denso, del que la propia novela se va deshaciendo poco a poco.

Una evolución paralela al protagonista a quien, tras el período parisino, descubrimos con un hombre mucho más sencillo de lo que nos parecía. En el fondo, Horacio no es más que un looser rioplatense, un imbécil aficionado a la autotortura psicológica, que aprovecha su estancia en Europa para hacer la pose. Horacio, el primer posturica. Y sus amigos de París no quedan lejos. El Club de la Serpiente, los modernos de la época, los guays. Una generación a la que Cortázar acaba caricaturizando; de la cual Oliveira escapa regresando a casa, pero su huella es demasiado profunda y Horacio está marcado, víctima de su propio postureo.

Con Rayuela, Cortázar es el pícaro sastre del emperador de la literatura.

Ahora toca reposar la partida, y esperar un tiempo antes de jugar Rayuela en modo experto. En el fondo albergo que la novela leída en este segundo orden se convierta en una épica epopeya de ciencia ficción interplanetaria, quién sabe.