Gracias a una audaz determinación tomada incluso antes de
ojear este artículo sobre las treinta novelas que leer antes de los treinta; al
fin he dado el gran paso de leer Rayuela, de Julio Cortázar. En concreto, me he
lo he leído siguiendo el orden del primer libro y me apetece escupir al mundo
mis reflexiones al respecto.
He de decir que Rayuela no es exactamente mi tipo de
literatura favorito, con lo que hincarle el diente ha sido bastante difícil al
principio. Pero conforme uno va masticando y tragando, la cosa se aligera y al
final se deglute con cierto deleite. Hablo de mi experiencia personal, que
puede ser extrapolable a otros, o no.
Al final, me he quedado con dos reflexiones que al menos a
mí me resultan bastante llamativas. Una es que Cortázar se erige en Rayuela
como, o de alguna forma así lo relaciona mi mente, el Emmerich de la
literatura. ¿Qué quiero decir con semejante barbaridad? Pues que en el libro,
tras ir madurándolo, he podido o creído entrever una gran broma. Es decir,
Cortázar maquilla la futilidad de la historia ―bajo mi percepción, no lleva a
ningún lugar―
mediante un espectacular y rocambolesco uso del lenguaje. Una utilización de la
palabra que trata de revestir de cierto calado la nimiedad, haciéndola parecer
algo profundísimo y reflexivo. Lo mismo a lo que Emmerich se presta en su
filmografía: maquillar la vacuidad de la trama a base de un lenguaje
cinematográfico grandilocuente y excesivo.
Sin embargo, quiero recalcar la diferencia en esta
comparación. En Emmerich ―a quién admiro, no vayan a creer― hay inocencia y honestidad,
tiende al exceso por convicción. Mientras, Cortázar, bajo mi punto de vista, es
un burlón gastando una broma de
hermosura maligna. Pervierte el lenguaje sin tapujos durante toda la
novela y aún así, te cuela, sobre todo en los primeros capítulos, un tono de
enjundia realmente denso, del que la propia novela se va deshaciendo poco a
poco.
Una evolución paralela al protagonista a quien, tras el
período parisino, descubrimos con un hombre mucho más sencillo de lo que nos
parecía. En el fondo, Horacio no es más que un looser rioplatense, un imbécil aficionado a la autotortura
psicológica, que aprovecha su estancia en Europa para hacer la pose. Horacio,
el primer posturica. Y sus amigos de
París no quedan lejos. El Club de la Serpiente, los modernos de la época, los
guays. Una generación a la que Cortázar acaba caricaturizando; de la cual
Oliveira escapa regresando a casa, pero su huella es demasiado profunda y
Horacio está marcado, víctima de su propio postureo.
Con Rayuela, Cortázar es el pícaro sastre del emperador de
la literatura.
Ahora toca reposar la partida, y esperar un tiempo antes de
jugar Rayuela en modo experto. En el fondo albergo que la novela leída en este
segundo orden se convierta en una épica epopeya de ciencia ficción
interplanetaria, quién sabe.
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