Como
algunos ya sabéis y muchos otros no, pero tampoco os importa, retomo la
actividad en este blog. Y quiero hacerlo por todo lo alto, hablando de una de
las películas que probablemente más me ha impactado y seducido ―a su manera― en
los últimos tiempos y quizá en toda mi vida. Estoy hablando de Tiburones en Venecia ( Shark in Venice, Danny Lerner, 2008)
Uno de los carteles promocionales de Tiburones en Venecia. |
Vayamos
por partes. ¿Es Tiburones en Venecia
una buena película? Creo que el propio título ―traducido a nuestro idioma con
una fidelidad a la que no acostumbran este tipo de producciones― ya nos da la
respuesta. Obviamente no es una
buena película. Es más, probablemente sea la peor película de su década. Pero
por contra, y casi a modo de compensación para el sufrido espectador, es tan
pasmosamente autoconsciente y honesta en su propuesta, que nos invita a obviar
lo paupérrimo de su… de su conjunto en general. Y es que los disparates que
comete en todos los aspectos ―se podrían escribir verdaderos mamotretos teorizando
sobre qué apartado es el que perpetra los mayores dislates― son de tal
magnitud, que uno no puede hacer otra cosa que quedarse pegado al sofá con la
boca abierta, anhelando que llegue el siguiente despropósito. Y nunca tarda en
llegar.
Pero
pasemos a desgranar y analizar los factores que convierten a este título en una
obra tan singular ―tranquilos, avisaré cuando haya alerta de spoiler―. Para empezar tenemos al
director Danny Lerner, uno de los fundadores, junto a su hermano Avi, de Nu
Image/Milleniun Films, productoras especializadas en filmes de acción; tanto de
carnaza para videoclubs ―concepto anacrónico donde los haya, pero creo que
sabéis a qué me refiero― y telefilms, cómo de superproducciones que arrasan en
taquilla como Los mercenarios (The Expendables, Sylvester Stallone,
2000) y Los mercenarios 2 (The Expendables 2, Simon West, 2012);
amén de una ingente cantidad de títulos “de segunda” para cine protagonizados
por estrellas venidas a menos y galanes ajados variopintos ―Nicolas Cage encabeza
esta lista con Furia Ciega (Drive Angry, Patrick Lussier, 2011), Bajo amenaza (Trespass, Joel Schumacher, 2011) y
Contrarreloj (Stolen, Simon West, 2012) y, la dejo la
última por ser una rara avis en todo este contexto que llevo presentando, Teniente Corrupto (Bad Liutenant: Port of Call New Orleans, Werner Herzog, 2009)―. Y
tras este repaso, volvamos a lo que importa: el susodicho Danny Lerner dirige Tiburones en Venecia y afronta esta
tarea con el bagaje de haber rodado ya varias películas con estos escualos cómo
trasfondo. Hablo de la rebautizada en España como Space sharks (Raging Sharks, 2005 ―me retrotraigo a lo dicho sobre la traducción
de los títulos, pues aunque todos lo deseáramos, estos tiburones no están
realmente en el espacio, aunque al menos salen alienígenas―) y de su debutante Terror
en el mar (Shark Zone, 2003), en
la cual ya mostró algunos de los temas que se repetirían en Tiburones en Venecia. La pregunta que se
nos plantea sobre la realización de Danny Lerner es: ¿hasta qué punto es
consciente de lo que hace y de su resultado?. Pues teniendo en cuenta su
experiencia, tanto en la dirección como en la producción de este tipo de
subproductos, no es arriesgado suponer que conoce el tipo de material que
maneja a la perfección y que le saca el máximo partido apostando por la única
opción posible: el esperpento extremo. Si en tantos telefilmes de sobremesa, de
esos que atiborran las tardes del fin de semana en televisión, se opta por
guiones y situaciones serias, cuya sobriedad acaba cayendo en el ridículo pretendiendo
ser lo que no son ―es decir, buenas películas―; en Tiburones en Venecia se opta por llevar esas ridiculeces tan al
límite que acaban dándose la vuelta y convirtiéndose en auténticas maravillas trash.
Por
otra parte tenemos al guionista, Les Weldon, especializado en escribir el tipo
de películas cutres ya mencionadas, pobladas de Van Dammes, Lundgrens y Seagals;
y co-productor de varias películas de Nu Image/Millenium Films, incluyendo la
saga Los Mercenarios. Les Weldon ya
había trabajado con Danny Lerner en Space
Sharks, con lo que ambos tenían experiencia conjunta con este tipo de
historias con asesinos subacuáticos. Weldon firma un guión tan absurdamente
disparatado como interesante en su planteamiento. No falta nada en esta historia,
quizá ninjas, y por poco. Tal vez en este aspecto sí resulta más difícil
discernir hasta qué punto las animaladas que plagan la película están plasmadas
en el libreto original, o son el intento del director por rizar el rizo de una
historia que solo puede prestarse al más absoluto esperpento. En cualquier
caso, no faltan los giros de guión y los retruécanos argumentales que mantienen
en lo más alto el nivel de expectación en todo momento, siempre a base de
desbarres y fantasmadas, eso sí.
Cartel promocional de la película rebautizada en España como Space Sharks |
Y
como colofón tenemos el singular elenco de esta obra maestra de la serie Z,
encabezado por Stephen Baldwin. El alevín de la familia Baldwin, cuyo trabajo
más importante en su carrera cinematográfica haya sido probablemente su papel
en Sospechosos habituales (The Usual Suspects, Bryan Singer, 1995)
se pone en la piel del protagonista: el doctor David Franks. Quizá sea este uno
de los aspectos en los que el film decae ―respecto de su cutre despiporre―,
pues Stephen se toma el papel demasiado en serio y tal vez se hubiera
agradecido una interpretación más exagerada e incontenida ―¿os viene algún nombre a la mente?―, a juego con el tono de la
película. Por suerte, las carencias interpretativas de Stephen dan al traste
con su intento de actuación sobria, para regocijo del respetable.
Stephen Baldwin, en uno de sus alardes interpretativos. |
En
el papel de “la chica” está Vanessa Johansson, otra hermanísima, aunque esta
vez mayor que la célebre Scarlett; y cuya película más destacable quizá
sea Day
of the dead (Steve Miner, 2008), remake del
filme homónimo de George A. Romero, en la que hizo un papel secundario. Su
precariedad actoral ofrece el contrapunto perfecto con Stephen, pues si bien el
intento de éste último por parecer serio cae en el ridículo de la exageración,
Vanessa ofrece un registro emocional ―especialmente su rostro― digno de una
cariátide.
Y
cómo malo malísimo, Giacomo Gonnella, cuyos trabajos más destacados sean
papeles secundarios en Manual de amor
(Manuale d’amore, Giovanni Veronesi,
2005) y en Caótica Ana (Julio Mdem,
2007); y que a diferencia de Stephen Baldwin, da mucho más juego, prestándose
al histrionismo interpretativo ―de forma consciente― que demanda un subproducto
de este calibre.
Giacomo Gonnella en primer plano y Vanessa Johansson desenfocada. |
―Alerta spoiler, no se destripa mucho, pero se cuenta la trama a grandes rasgos. Para ver lo escrito, seleccionar el tramo acotado entre los asteriscos del principio y del final―*** Y
ahora toca hablar del lío en sí: la trama. Parece que el título ya ofrece
bastante información sobre lo que ésta nos va a ofrecer, tal como sucediera con
Serpientes en el avión (Snakes on a Plane, David R. Ellis, 2006). Pero no , Tiburones en Venecia no se queda en lo superficial: además de los
escualos ―que en realidad ocupan un papel cuasi secundario―, hay un tesoro ―como en Terror
en el mar― relacionado con las cruzadas, mafiosos muy malos e incluso
coquetea con ciertos temas del cine de espías. Eso sí, mezcla todo estos
elementos ―y más― con tanta desfachatez, que uno no puede más que admirarse
ante el absurdo batiburrillo que le están contando, digno de las anécdotas de
Abe Simpson. La película viene a contar
cómo David Franks (Stephen Baldwin) viaja a Venecia, dónde su padre ha muerto
mientras buceaba por los canales, buscando en secreto el tesoro oculto por los
Medici. Cuando David va a reconocer el cadáver de su padre a la morgue, echa un
vistazo al resto de muertos y sospecha que han sido atacados por tiburones.
Cuando va al lugar donde se alojaba su padre, descubre que lo han revuelto
todo, sin embargo, no han descubierto la maleta donde el padre de David
guardaba sus investigaciones, pues estaba ingeniosamente oculta bajo el agua. David entonces decide concluir
la labor de su padre y buscar el tesoro él mismo. Mientras tanto, en la ciudad
se suceden diversos ataques de los tiburones, aunque las autoridades dudan de
la veracidad de los testimonios que sitúan a los escualos como causa de las
muertes. Por su lado, David es atacado por uno de las criaturas mientras bucea
en busca del tesoro, y es gracias a que consigue escapar del tiburón que
encuentra la gruta donde se esconden las riquezas. Y cuando David recupera el
tesoro, en un inesperado giro de los acontecimientos descubrimos que es un
mafioso megalómano, que ya había hostigado a David, quién ha plagado los
canales con tiburones por razones que no detallaré, pero que ya avanzo, no
tienen lógica ninguna.*** ―fin del spoiler―.
Y
no quisiera acabar este análisis sin mencionar algunos de los detalles que
salpimentan el filme y redondean la cutrez del conjunto. Para empezar,
cualquier espectador medianamente ávido, podrá percatarse que ninguna de las
escenas en las que aparecen personajes ha sido realmente rodada en Venecia.
Apenas unos planos generales de la ciudad y poco más. El resto,
decorados que cambian detalles de una escena a otra para que parezcan zonas
distintas de la ciudad, interiores con cromas en las ventanas, y lindezas por
el estilo. Mención especial merecen los planos generales a los que a un
decorado que deja bastante que desear se le añade agua creada digitalmente. Otra
cosa a destacar son los tiburones. Por un lado, encontramos tiburones modelados
con ordenador, muy al estilo de las criaturas gigantes de las películas de
Asylum. Y por otro, los fragmentos de grabaciones de tiburones reales, muy
probablemente extraídos de documentales de naturaleza, y que contrastan
fuertemente con el resto de la fotografía de la película, sensación que se
acentúa cuando estas imágenes se usan como contraplano; aunque el uso de esta
suerte de found footage o metraje
encontrado no llega a las cotas que se alcanzaron en Supersonic Man (Juan Piquer Simón, 1979) en las que estos insertos ―¡del
ataque de un tiburón, para más inri!― incluso cambiaban el formato a 4:3. Y
entre bizarradas y disparates varios, mi preferido: los trasmisores o walkie-talkies o lo que sea que usan los
personajes ¡mientras bucean!. Y no bucean con escafandras de última tecnología
que tal vez pudiesen llevar incorporado un sistema de comunicación; si no que
llevan botellas de las de toda la vida. Resulta fascinante y asombroso ―en vete
a saber cuál de las acepciones de la palabra― ver y escuchar como Stephen
Baldwin, respirando por la boquilla de la botella de aire en la boca y soltando
burbujas, se comunica con el walkie
de Vanessa Johansson que está fuera del agua. Y a todo esto, se le suma las
taras habituales de este tipo de producciones, véanse acentuadísimos fallos de raccord; repetición de planos recurso, incluso dentro
de una misma escena; y diálogos sonrojantes ―hay que ver como este adjetivo ya va
casi indisolublemente unido a “diálogos” cuando estos son cutres, pretenciosos o
simples en extremo―; entre otras.
Stephen Baldwin atacado por un tiburón mientras bucea... ¡y gritando por el comunicador! |
Puede
darse el caso de que con todo lo dicho, penséis que lo que trato de exponer es
que a Tiburones en Venecia no hay por
donde cogerla. ¡Au contraire, amigos
míos! Lo que pretendo es reivindicar el lugar que legítimamente le corresponde
en los anales de la mejor tradición del infracine. Tiburones en Venecia es tan extremadamente mala, que resulta
sublime, siempre que sea visionada desde la perspectiva adecuada. Y es que quizá
el mayor lastre que deba superar esta película para acabar convirtiéndose en
una obra de culto es que se trate de una producción para televisión; pues sin
lugar a dudas es un filme que el tiempo lograría poner en perspectiva, y
sumarse a la lista de las mejores películas malas de la historia. Amantes de la
serie Z y del trash: Tiburones en Venecia es la película cutre
por excelencia de la primera década del siglo XXI y una experiencia audiovisual catártica tras la que uno ya no puede volver a ver con los mismos ojos ni Venecia ni el cine.
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